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Los estados requieren de los servicios de inteligencia, antes comúnmente conocidos como “servicios secretos”. Esta afirmación contiene una contradicción en sí misma, porque la producción de inteligencia puede implicar una intromisión en la vida privada de los ciudadanos difícilmente legitimada por ellos. Los estados los necesitan para la toma de decisiones por parte de las autoridades legalmente constituidas en el empeño de proteger en última instancia la permanencia del Estado frente a enemigos externos y los derechos de los ciudadanos ante problemas de la inseguridad y convivencia. Ahora mismo, las diversas formas de prevención ante el terrorismo, delito organizado y otros delitos complejos requieren información anticipada, elaborada como “inteligencia”. El mismo derecho constitucional tuvo que admitir esta contradicción en la figura de los estados de emergencia, como si se tratara de un recurso compatible en el derecho civil con la legítima defensa. De allí, esos recursos deben tener absoluta claridad en su enunciación constitucional, estar controlados y nunca aplicados sino en forma circunstancial para no producir daños irreparables a la democracia. Tales recursos de última instancia y la producción de inteligencia están virtualmente situados en los límites del derecho. Los servicios de inteligencia no se constitucionalizan y la regla de oro para manejarlos en democracia es que “sus estructuras, agentes y productos” no estén ni tan lejos del poder político que termine por hacer su información irrelevante; ni tan cerca de ese poder que terminen manipulados. En teoría, el moderno constitucionalismo asume al Estado como protector de derechos en primer lugar y respetuoso con los principios básicos democráticos. No hay democracia y libertad donde estos principios no estén suficientemente reconocidos y protegidos.