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Como una moneda de dos caras, las políticas de seguridad en América Latina que enfrentan los altos índices de violencia y de inseguridad, principales demandas de la ciudadanía, se despliegan desde una lógica esquizofrénica que aumenta, antes que disminuir, el miedo y la incertidumbre de la gente. Con preocupación, vemos que esto está ocurriendo también en el Ecuador. Por un lado, se alienta un discurso de prevención y respeto de los derechos humanos, se afirma ensayar y perseguir medidas “integrales”, orientadas a solucionar las bases estructurales de la inseguridad y ofrecer la protección que las comunidades y las personas necesitan. Se admite que la seguridad es tarea de una pluralidad de actores y no sólo de las instituciones del Estado. Por el otro lado, se cargan las medidas contra la inseguridad en la capacidad punitiva integrada del Estado, proponiendo acciones conjuntas y combinadas de todas las instituciones incluyendo Ejército y Policía, empleadas en operativos sorpresa sobre poblaciones vulnerables, con el pretexto de que en el área determinada operan actores al margen de la ley. Tales actores no han sido aún judicializados cuando ya los operativos están en marcha no solo para disuadir sino para amedrentar y ejemplarizar, lo cual está lejos de cumplir con los parámetros esperados de una acción institucional de seguridad ciudadana.