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Desde el 10 de agosto del 2009 a Ecuador le ha tocado estrenarse en la diplomacia sudamericana en un contexto geopolítico regional y mundial inédito. No tanto por lo difícil, pues la región latinoamericana ha atravesado por otros momentos dramáticos como Centroamérica de los años ochenta, solo por poner un ejemplo; sino por los nuevos elementos que la política internacional -por el momento tendencialmente desarticulada- ha interpuesto en las relaciones entre los Estados. La instalación de las bases norteamericanas en siete puntos estratégicos de la geografía colombiana ha puesto el ingrediente dramático en los más subidos tonos, no solo en el ámbito de los vecinos de Colombia sino en toda la región. Si bien Colombia, como Estado, tiene el derecho soberano de decidir dentro de su territorio sobre lo que considera son los intereses de su ciudadanía; no es menos cierto que sus vecinos tienen el derecho de recelar sobre las implicaciones que pueden derivarse de ello y de exigir transparencia en las intenciones. Al fin, los riesgos no se detienen en una línea fronteriza. Como telón de fondo opera un proceso de armamentismo acelerado como nunca se vio en América del Sur. Diversos analistas han señalado el hecho de que entre 1999 y 2008 los gastos sudamericanos en adquisición de armamentos crecieron más del 50 por ciento; y lo hicieron en material pesado de guerra cuando un posible enfrentamiento armado entre estados no es una hipótesis plausible. Aunque hayan subido de tono ciertas exclamaciones que presagian vientos de guerra, afortunadamente no han aparecido las condiciones y el fervor popular que en otras épocas estaba presto para legitimarlas y acudir a las fronteras.