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Se requerirá tiempo y análisis más rigurosos para sacar las debidas conclusiones sobre los sucesos de Angostura del 1 de marzo de 2008. Para entender entre otras cosas el disgusto del presidente Rafael Correa al percatarse de que el primer mandatario de la nación no es el primer receptor de los informes de inteligencia militar. Esto es lo que ha ocurrido (y aún ocurre) con los presidentes latinoamericanos, desde los inicios de la alianza estratégica continental. El país entero descubrió la necesidad de entender un tema que siempre permaneció sumergido en los entretelones del secreto militar. Los servicios de inteligencia no tienen que ser necesariamente el conjunto de artimañas para espiar a los ciudadanos sino una actividad profesional, necesaria en un Estado de derecho cuando está enmarcado en la ley y utilizado para el bien común. Por otra parte, desde los inicios de las operaciones del Plan Colombia el país quiso permanecer ajeno al conflicto colombiano, como lo estuvo durante seis décadas anteriores. Total, "el problema era de los colombianos" y si bien percibíamos que incluso en las cercanías, las fuerzas mutaban velozmente y las cosas se desbordaban con su secuela de ilegalidades de todo tipo, existía una vaga idea de que ellos no tenían que filtrarse a través de las fronteras. Las doctrinas del estado nacional del siglo 18 y las de la seguridad nacional del siglo 20, así lo entendían. Los estados nacionales se imaginaban blindados por sus fronteras y, bajo esta premisa, pueblos culturalmente afines quedaban situados a uno u otro lado de la línea formal, en un espacio social y políticamente configurado como tierra de nadie.