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El Tema de la “reconversión militar” surgió más bien de los ámbitos académicos y sociales que de los entornos propiamente militares, con el objetivo de ayudar a las fuerzas armadas a reencontrar su papel en el conjunto de las instituciones del Estado de derecho. En algunos países esta preocupación fue alimentada en saludables “diálogos civil-militares”. Una vez finalizada la vigencia de las “doctrinas de la Guerra Fría”, que tan agudamente dislocaron las relaciones entre las instituciones militares y las sociedades, sobre todo en América Latina, encarar estas cuestiones era una necesidad urgente. En una progresión más asertiva, en estos últimos años las preocupaciones están girando en torno a los procesos de profesionalización militar, como una condición necesaria para fortalecer la gobernabilidad y los sistemas políticos, crónicamente debilitados por la reiterada interferencia militar en las decisiones políticas en nuestros países. A lo largo de la historia, la existencia y misiones de las fuerzas armadas han sido asociadas con la evolución de los estados. Los estados centralistas y los gobiernos soberanos del siglo 17 consolidaron el monopolio del poder sobre sus territorios; centralizaron y subordinaron a las fuerzas militares. Las democracias liberales occidentales consagraron el principio del “control civil” sobre los militares, que supone que las políticas del Estado, incluyendo las de defensa y militares, son establecidas por las autoridades civiles y que los militares sólo ejecutan lo que les compete dentro de su misión en respuesta a la dirección gubernamental. En los siglos subsiguientes, los avances tecnológicos y la complejidad de la defensa, desarrollaron los conceptos de mando centralizado y control. Nuevas necesidades de educación, capacitación, especialización y uso racional de los recursos, condujeron al desarrollo de la “carrera militar” y de una administración eficaz de la defensa en todas sus esferas. En consecuencia, los ejércitos se profesionalizaron. Definieron liderazgos eficaces, sin dejar de atender la debida y necesaria democratización de las relaciones entre jefes y subalternos y el respeto a los derechos de los soldados como personas, cualquiera fuera su condición y rango. Se dio paso a sistemas de selección y ascensos en función de los méritos profesionales, dentro de una exigente preparación técnica y educación integral. En su relación con la sociedad, había que dejar atrás viejas y anacrónicas prácticas prebendarias que muchas veces convirtieron a las instituciones militares en estamentos de privilegio, rechazados por sus sociedades. Lo propio ocurrió con las profesiones civiles que surgieron al mismo tiempo en las sociedades occidentales. Los gobiernos introdujeron la “licencia profesional” como exigencia de rigurosos estándares de preparación y garantía de una permanente y sistemática adquisición de conocimientos y destrezas. Un código de ética empezó a definir su conducta y regular su trabajo. Responsabilidad, experticia y ética vocacional son los valores que fundamentan el trabajo de los profesionales. En la profesión de las armas, esta ética vocacional es conocida como el “ethos militar”, que quiere decir que la práctica profesional debe ser desarrollada rigurosamente dentro de los límites establecidos y regulados por las instituciones del Estado y permaneciendo subordinados a la autoridad civil. Los militares profesionales no pueden practicar su profesión fuera de los límites de la estructura organizacional de las fuerzas armadas. Ni pueden servirse de su condición de encargados de administrar las armas que el Estado ha puesto en sus manos, para conseguir fines personales. En América Latina parece que todo ocurrió al revés. Los ejércitos, que portan lar armas adquiridas con el dinero de los contribuyentes, subordinaron a las sociedades en nombre de las oligarquías, o en su propio nombre (en los casos en que ellas mismas se convirtieron en fuerzas políticas, caso Ecuador). Las é lites políticas nunca entendieron el papel que les corresponde, en la creación de sistemas políticos eficaces para conducir los destinos de una nación por los rumbos de la democracia. Una de las condiciones para ello es subordinar en términos profesionales (no personales) el poder de la fuerza al poder del derecho. Los ecuatorianos todavía podemos aspirar (¿por qué no?) a tener algún día Fuerzas Armadas profesionales.