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No nos referimos a los evidentes costos para la democracia y los Derechos Humanos, sino a los que afectan o afectarán a las mismas organizaciones militares en el mediano plazo. Acosada por el extremo individualismo, la sociedad occidental experimenta una enorme proliferación de la delincuencia en todas sus formas. La economía del consumo expandida, globalmente e interiorizada hasta el punto de producir necesidades incesantes y excesivas, junto con la distorsión de los valores más importantes como la libertad y autonomía individual, constituyen la base de sociedades incapaces de producir la solidaridad necesaria para vivir en paz. Frente a ello, la inseguridad se ha convertido en el eje de las demandas sociales hasta el punto de que la gente llega a legitimar medidas extremas que atentan justamente a los valores más apreciados que dicen profesar. En ese contexto podemos ver cómo, en estos últimos años los gobiernos, rebasados por la enormidad de las circunstancias, acuden al uso de la fuerza militar en apoyo para tratar de contener el avance no solo de la delincuencia común sino de las organizaciones delincuenciales de carácter transnacional. No tiene objeto sostener rígidamente que las fuerzas armadas no son el medio adecuado para hacer frente al fenómeno delincuencial, ubicado precisamente en el ámbito que llamamos Seguridad Interior -que requiere de otras instituciones habilitadas por el derecho público como son las policías. La coyuntura actual indica claramente la preeminencia de las problemáticas de la Seguridad Interior en las agendas regionales, los organismos internacionales y los propios estados soberanos. El crimen organizado tiende a formar sistemas territorializados y a las policías por sí solas se les dificulta resolver el tema de la estabilización espacial, lo que sí se puede lograr con la ayuda de los militares.